Hay imágenes que no necesitan agregar nada más. Un padre que quiere llevar a su hijo a ver a Lionel Messi por última vez en un partido de Eliminatorias en Argentina, un niño que se va a dormir con la camiseta celeste y blanca doblada debajo de la almohada, y una familia que hace cuentas con la calculadora una y otra vez en el living de casa. El sueño es simple. Estar ahí, en el Monumental, cuando el capitán salga a la cancha. La distancia, en cambio, parece ser infinita.

Porque entre Tucumán y Buenos Aires no solamente hay más de 1.000 kilómetros de distancia por ruta. Hay también una grieta económica que convierte la experiencia de vivir un simple partido de fútbol (histórico por la despedida del “10”, claro está) en un lujo reservado para unos pocos.

Los precios oficiales para Argentina–Venezuela parecen escritos en otra moneda, en otro mundo, en una realidad paralela. La popular cuesta $90.000 ($29.000 para un menor de 12 años), las plateas de las cabeceras oscilan entre $158.000 y $320.000 y las plateas laterales entre $260.000 y $480.000.

Y ese dato no necesita demasiada interpretación. Un trabajador promedio de nuestro país debería resignar buena parte de su salario mensual solamente para ingresar a la cancha. Y si hablamos de una familia que quiere cumplir ese sueño, los números directamente rozan lo grotesco.

En un país en el que la canasta básica es de $945.000 (para una familia típica tucumana, de acuerdo a datos oficiales), hablar de medio millón en una platea es como pedirle a un obrero que cambie su carrito del súper, con el que le da de comer a su familia, por un palco VIP para un espectáculo mundial.

El fútbol, que alguna vez fue la metáfora perfecta de la democracia popular y de esa pasión que une e iguala a todas las clases sociales, hoy se parece más a un espectáculo de Broadway que se paga en dólares. De esa manera, la entrada semeja ser un muro de cristal porque el hincha puede mirar, desear, admirar, pero no puede tocar.

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Para colmo, luego aparece un segundo obstáculo para los argentinos que no tienen la dicha de haber nacido en la gran ciudad: llegar a Buenos Aires desde el interior. Para un tucumano, el menú de opciones en ese sentido tampoco es alentador. El ómnibus cuesta entre $140.000 y $190.000 (ida y vuelta), dependiendo del servicio; en avión, el monto asciende a casi medio millón de pesos y para viajar en un auto particular se necesitan poco más de $350.000 para la nafta. A eso habría que sumarle los peajes, pero esta es la mejor alternativa; sobre todo si se viaja en grupo y se pueden dividir los costos.

Si se trata de una familia, los números se multiplican como goles en un amistoso desigual. Y si se busca alivio en la opción del auto compartido, la ruta se convierte en la metáfora de un sacrificio colectivo que no todos pueden afrontar.

Eso sí; falta un ingrediente más. Dos noches en un hotel 3 estrellas en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires cuestan entre $180.000 y $250.000. A eso hay que sumarle las comidas, los traslados internos y algún que otro imprevisto. De esa manera, la cuenta final para un padre y un hijo que quieren estar presentes en la despedida de Messi supera fácilmente el millón de pesos.

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En números concretos, poco menos de un sueldo promedio en nuestro país (según el Índice de Remuneración Imponible Promedio de los Trabajadores Estables, que es de $1,4 millones). Medio país de distancia, y un recuerdo que ya no es popular sino elitista.

El fútbol argentino vive un divorcio silencioso con su gente. La dirigencia, que defiende estas decisiones con el argumento de “equiparar precios internacionales” o de “garantizar ingresos de gestión”, parece no advertir que la Selección dejó de ser la excusa de unión para convertirse en un lujo de clase.

Messi, el hombre que hizo llorar de alegría a un país entero cuando levantó la Copa del Mundo en Qatar, se despedirá de las Eliminatorias en su tierra, pero lo hará en un escenario vedado a la mayoría de los que alguna vez lo alentaron desde la cocina de su casa, frente a un televisor o con la radio de fondo.

La paradoja es brutal; el jugador más popular de la historia argentina cerrará su camino en las Eliminatorias ante un pueblo que no puede pagarle la entrada.

Elitización

Lo que ocurre con las entradas no es un episodio aislado; es parte de un proceso de elitización global del deporte. El Mundial de Clubes convertido en laboratorio de negocios de la FIFA, la Champions con su “liga de ricos” o la Premier League, que fue blindada para magnates.

En la Argentina, donde el fútbol fue refugio popular, la fractura se siente más. Cada ticket, cada butaca, cada ingreso VIP habla un idioma distinto al de la calle. El hincha ya no es protagonista, sino apenas un espectador desde la lejanía de la pantalla.

La imagen final es potente: Messi, quizás por última vez en Eliminatorias, levantando la vista hacia las tribunas. ¿Qué va a ver?¿Sentirá el calor del pueblo que lo idolatra o el frío de un estadio al que la mayoría no pudo entrar?

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El crack de todos los tiempos, que alguna vez escribió cartas de redención en Qatar y en el Maracaná, se despedirá de su gente en un partido que no será de todos. Y ese es el verdadero drama. El héroe se va por la puerta grande, pero el pueblo se queda del otro lado de la valla, contando esos billetes que nunca alcanzan.

El último gol de Messi en Eliminatorias en la Argentina tal vez no se grite en las tribunas, sino en los livings. Allí donde los hinchas volverán a armar rituales caseros como el televisor prendido, la picada y los abrazos apretados.

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La Selección seguirá siendo de todos, pero cada vez menos accesible. Como si el fútbol hubiera olvidado la esencia de ese gol en el potrero que era de todos y de ese grito compartido que no necesitaba ticket ni pantalla gigante.

El precio de las entradas no marca únicamente un número, sino también el límite de un país que corre detrás de un sueño cada vez más lejano.